Sabía que Troya no iba a tardar en dejarme. Desde este verano las fuerzas la estaban abandonando gradualmente. A partir de la Navidad su debilidad se acentuó, los paseos eran apenas dar la vuelta a la manzana, levantarse era un esfuerzo; pero su espíritu era el mismo, sus ganas de vivir eran palpables.
Sabía que Troya no iba a tardar en dejarme, pero no esperaba que fuera tan pronto. No esperaba tener que despedirme para siempre de ella ayer mismo.
El viernes por la noche no quiso cenar. A partir de ese momento se negó a comer y el sábado supe que había decidido que era el momento de irse.
Cuando acudí a adoptarla me conquistó porque entré en su chenil y se durmió bajo mis caricias, procuraré que se vaya de la misma manera porque ya tengo muy claro que nos queda muy poquito tiempo juntas.
— melisatuya (@melisatuya) 19 de enero de 2019
A partir de entonces, ya no nos separamos. La tuve a mi lado, dormitando en el salón, junto al sofá o a mi cama. Al alcance de mis caricias en ambos casos.
Ha pasado la noche durmiendo a mi lado y hoy no nos separaremos a menos que ella decida partir. Si eso no sucede, mañana por la mañana la ayudaremos a marcharse en paz. Y será en casa, no en el entorno hostil que es para ella una clínica veterinaria. pic.twitter.com/22awekZiLy
— melisatuya (@melisatuya) 20 de enero de 2019
No fue preciso ayudarla. El lunes por la mañana, en mi dormitorio, a mi lado, respiró lenta y profundamente media docena de veces y se fue. Hasta aquí llegó nuestro viaje de casi quince años juntas. Es triste, sí; hay lágrimas, por supuesto; pero sé bien que no hay manera mejor de despedirse.
En ese trocito en concreto corrió incontables veces tras la pelota junto a Ron, que hace ya varios años que la espera. Ahora toca digerirlo y recordarla bonito, como ella se merece.
— melisatuya (@melisatuya) 21 de enero de 2019
Tenía unos 18 o 19 años, era muy mayor, tuvo una buena vida, tuvo también una buena muerte, sin dolores y con toda la dignidad del mundo. Todo es cierto y consuela, pero no impide que su marcha duela, que la eche de menos.
Desde este lunes ya no está esperándome tras la puerta, ya no puedo acariciar su pelaje denso. Pero no voy a pensar en lo que me falta, sino en lo que me ha quedado de ella, que ha sido muchísimo.
Troya ha muerto y no creo que esté saltando en verdes campos o que nos volvamos a encontrar. Troya ha muerto y no está ahora al otro lado del arcoíris, por mucho que agradezca todas las palabras de aliento en ese sentido.
Troya se ha convertido en muchos buenos recuerdos, que ya es mucho. La atesoro en mi memoria, acurrucada a mis pies, volando tras la pelota en la playa de Gijón, jugando feliz con todo perro pequeño que encontrase en su camino, convertida en mi segunda sombra, jugando a pelearse con su amigo Ron, tumbada pacientemente bajo las caricias torpes de los niños de mi familia.
Su muerte la ha dejado para siempre dentro de mí y estoy convencida de que ese es el lugar en el que ella querría estar de poder elegir. No se me ocurre otro mejor.
Adiós Troya, seguimos caminando juntas.
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