Cuando murió Mina por una leucemia que nos la arrebató demasiado pronto, en menos de una semana estaba en una protectora adoptando a Troya. No pretendía sustituirla. Eso sería imposible. Pero echaba tanto de menos las rutinas asociadas a tener un perro que casi dolía físicamente. Un dolor que Troya ayudó a mitigar.
Ahora que ha muerto Troya (este lunes hará una semana, aún me cuesta creer que el pasado domingo aún la tenía al alcance de mis caricias), contar con Tula en casa es un consuelo. Tener que sacarla a pasear, mimarla, alimentarla… amortigua de nuevo la pérdida.
Comprendo que haya personas que no quieran más animales tras el dolor de perder a su compañero. He encontrado con frecuencia casos así. Se trata de una mezcla entre querer respetar la memoria del animal que se fue, sentir que se le traiciona si se acoge a otro en la familia y no querer sufrir tanto de nuevo. Por supuesto merecen todo mi respeto, pero no es algo que yo comparta. Quiero que los animales siempre estén en mi vida y eso supone pagar ese peaje, pequeño si se mira en perspectiva todo lo que nos dan a cambio.
No quiero que el temor al dolor marque mi rumbo. Puede que al principio sea extraño tener a un perro diferente, con otra personalidad, otros gustos, ocupando el espacio de aquel que tanto nos marcó. Puede que al principio nos cueste sentirlo nuestro perro. Será así durante poco tiempo, lo aseguro.
En varias ocasiones me han preguntado estos días si voy a tener un segundo perro. De momento no, es lo que estoy contestando. Seguro que si Tula no estuviera ya estaría planeando acudir a adoptar un nuevo compañero. Pero ahora no me lo pide el cuerpo la verdad. Mañana ya veremos.
Terminó recuperando un texto de hace casi cinco años. Lo hago porque creo que procede y también a modo de punto y seguido. A partir del siguiente post, este blog recuperará su propósito: divulgar buscando el beneficio de nuestros perros y gatos.
Se irán, lo harán. Se irán y nosotros lo veremos. Y así debe ser. Lo sabemos aunque no queramos saberlo, aunque no queramos pensarlo.
Se irán y nosotros lo veremos porque tienen unas vidas mucho más intensas y cortas que las nuestras, unas vidas en las que no desperdician ni un segundo en aquello que no merece la pena, en las que lo realmente valioso reina, unas vidas que siempre tienen sentido.
Algunos se irán antes de lo que teníamos previsto, aún jóvenes. Otros, más afortunados, se irán ya ancianos. Los habrá que necesiten de nuestra ayuda para irse dignamente, nuestro último regalo.
Se irán y se llevarán sus lametones, sus recibimientos entusiastas al abrir la puerta, sus siestas a nuestro lado, sus estallidos de pura alegría tras la pelota, al encontrar algún colega peludo o al descubrir el mar o la nieve.
Se irán, pero nos dejarán una vida entera de recuerdos. Nos dejarán muchos aprendizajes si somos capaces de interiorizarlos, no hay mejores maestros de la felicidad. Olvidad los manuales de autoayuda y observadles. Nos dejarán la devoción que nos tuvieron.
Antes o después pagaremos el peaje de verlos partir. Algo que para ellos es natural y no entraña frustraciones ni sufrimiento por lo que ya no vivirán.
Mientras estén aquí hay que ser conscientes de ello. Mientras estén aquí hay que disfrutar de ellos tanto como podamos.
Y os lo digo a vosotros, me lo digo a mí misma. Ellos ya lo saben, ellos no necesitan que nadie se lo recuerde.
Mientras pisemos el mundo hay que avanzar riendo, jugando, corriendo y gozando del calor del sol, de las palabras amigas, de las caricias, las flores y la música.
Para nosotros también son dos días.
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