A Sancho lo encontré la primavera de 2005 abandonado en la calle cuando acababa de nacer. Yacía boqueando y con los ojos cerrados junto a su hermano Cervan. Su madre era una gata callejera, joven y enferma, que los parió en plena acera justo frente a la casa de unos buenos amigos, también amantes de los animales, Miguel y Encarni.
A Sancho su madre lo limpió pero con Cervan ni siquiera hizo eso. Cuando los recogí del suelo aun tenía el cordón umbilical y la placenta, que se había quedado pegada al adoquín. Todavía recuerdo la sensación de despegarla al coger a aquellos dos gatitos diminutos en mi mano, decidida a luchar por ellos.
Mi amigo Miguel, que estaba en casa, se quedó guardándolos mientras yo acudía corriendo a comprar leche para ellos.
Los gatitos son más duros de lo que pueda parecer y lograron salir adelante.
Si hubiera tardado unos pocos minutos más en pasar por allí, probablemente su suerte hubiese sido otra.
Un escalón de Ikea invertido fue su primer hogar, acompañado siempre de un flexo para mantenerlos calientes.
Eso, las tomas regulares y la estimulación de la zona perianal tras las comidas para que hicieran sus necesidades (con una gasa húmeda pero también con la ayuda de Troya, que hacía ese trabajo divinamente) obraron el milagro de convertirlos en unos pequeños exploradores bullendo de vida.
Esa paren de amigos y yo nos turnábamos en la responsabilidad de cuidarlos. Recuerdo que nos fuimos un fin de semana de viaje a Extremadura y nos los llevamos con nosotros, con flexo, biberones y toda la pesca.
Eran un poco nuestros. Sanchito y Cervan, que perdió los dedos de la mano nada más nacer por la falta de cuidados de su madre. Ser manco nunca le impidió hacer una vida normal. Era más tímido que su hermano, algo más pequeño y más débil. Fue también el primero en lograr un buen hogar, la mejor amita posible. Era una niña como mi hija entonces, cuando lo adoptó hace casi catorce años. Ya era universitaria cuando murió hace pocos años.
Sancho logró el que creíamos también un hogar estupendo, pero no fue así. La mujer que se lo llevó apreciaba más las cosas que los seres vivos y nos lo devolvió poco después, convertido en un precioso gatazo adolescente.
Vino de nuevo de refugiado a mi casa y parecía recordarla perfectamente, igual que a nosotros, a Troya y a mis gatos Maya y Flash.
Pasó unas semanas feliz, jugando con nosotros y con ellos mientras yo buscaba otro hogar en el que pudiera vivir por siempre, bien atendido y querido. Para mí Sancho fue siempre especial. Su personalidad (gatonalidad) era maravillosa, se trataba de todo un señor gato seguro de sí mismo, sociable, flexible y cariñoso.
Tuvo mucha suerte al acabar convertido en la familia de Vanesa. Ambos se robaron el corazón y compartieron muchos años juntos, valiosas vivencias que atesorar. Sabiéndole en sus manos yo estaba tranquila.
Hoy su humana me ha dicho que Sancho ha muerto. Ya llevaba cierto tiempo delicado, cuidado con mimo. Ya era un gato mayor.
Ha llegado el momento de pagar el peaje obligado de amar y recibir el amor de un animal.
Como os dije hace poco con Troya, no creo en cielos ni arcoíris. Atesoraremos su recuerdo en nuestros corazones, que no hay mejor lugar. En primer lugar el de Vanesa, pero también el mío, el de Miguel, el de Encarni, el de todos los que le conocimos.
Allí también están Troya, Flash, Mina, Cervan, Pipo, Uruguay, Ron, Tritus, Gaidin y Trinity.
Y puede parecer difícil de creer, pero llega un momento en que el dolor no está, en el que recordarles, ver sus fotos, hablar de ellos, solo evoca la felicidad pasada. Como mucho, tal vez un poco de esa nostalgia dulce que envuelve y no se clava.
Adiós Sancho, ánimo Vanesa.
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